viernes, 5 de abril de 2019

Malestares de un eterno retorno sin importancia

Hace ya varios años, una arqueóloga tica que conocí durante la realización de un importante museo en San José, Costa Rica, me salió con que me tenía una «sorpresa»: sacó un fólder de su portafolios, removió algunos papeles y entonces extrajo una fotografía impresa. Era la imagen de un clérigo decimonónico costarricense. Verla y sentir un extraño vacío estomacal fue todo en uno, sobre todo porque lo que empezó a repetir con un tono de adolescente burlona, yo lo noté casi enseguida: «¡Es tu doble, es tu doble!». Decía ella muy divertida, y ambos reímos y bromeamos lo que podría considerarse un tiempo respetable, aunque yo anhelaba cambiar de tema porque estaba teniendo una creciente sensación de malestar, una suerte de inaprensible incomodidad cada vez que mis ojos recaían en la fotografía.

Es decir, sí nos parecíamos mucho, malditamente demasiado, de hecho. Al grado de que esa sensación de incomodidad me duró varios días. ¿Por qué demonios nos parecíamos tanto? ¿Era una suerte de broma genética? ¿Un guiño malicioso de la existencia? De pronto pensé que eso de tener un doble, o al menos gente muy parecida a uno, quizás era más natural de lo que nos gusta creer, siempre adoctrinados por la vieja creencia que tanto ha explotado la publicidad capitalista, aquello de que somos «únicos e irrepetibles». ¿O acaso era que en el mundo sólo hay una cantidad finita de apariencias en el ser humano, y cada tanto deben ser retomadas aleatoriamente en los nuevos seres que habrán de nacer por todo el planeta? Eso en el caso de que sólo tengamos un doble, porque también podría ocurrir que exista un puñado de gente que tiene nuestros mismos rasgos y una vida inimaginable para nosotros, sin importar que dichos individuos hayan vivido en diferentes épocas, como en el caso del clérigo, que vivió prácticamente cien años antes de que yo naciera.

Y ya que estaba en esas, recordé que una noche ubicada muchos años antes de aquel episodio con la arqueóloga tica, mientras jugaba a la ouija con un grupo de amigos entre cerveza y porros, se me ocurrió preguntarle al supuesto espíritu que nos respondía si yo había tenido alguna vida previa (y por «yo», me refiero a eso que nos hace ser nosotros mismos, más que a la apariencia que pudiéramos tener), y para mi sorpresa, me respondió que yo había sido una mujer en la Palestina del siglo XIII, es decir, en los revueltos años de la última Cruzada. La respuesta era demasiado compleja para que pudieran haberla inventado mis amigos, quienes apenas habían abandonado la adolescencia o al menos estaban por hacerlo, así que me perturbó de igual forma, o quizás aún más que haber visto el retrato del clérigo costarricense, sobre todo por la imposibilidad tanto de averiguar más al respecto, como de olvidar fácilmente una idea tan inesperada.

Estoy seguro de que este par de anécdotas darían suficiente material para escribir relatos al estilo de Papini (o Borges por extensión), pero más allá de eso, lo que me sigue intrigando es el hecho mismo de la repetición, de lo cíclico… es decir, ¿la apariencia de una persona es proclive a reciclajes, lo mismo que su alma? El budismo y el hinduismo dirían que sí sin dudarlo, y no sólo eso, sino que agregarían causas y efectos de índole moral, lo cual complicaría aún más las posibles razones para que tales reciclajes se efectúen en esa hipotética maquinaria espiritual. Así que me quedaré hasta aquí, luego de haber liberado ante ustedes, buenas gentes, mi enigmático malestar. Y que cada quien piense lo que quiera de los seres que, en algún lugar del planeta, ostentan sus rasgos para bien o para mal. De todas maneras, uno nunca estará seguro de si es el original (aunque nos guste pensar que sí), o si es apenas un paso más —casi seguramente fallido— en el proceso de perfeccionamiento de unos rasgos que habrán de continuar con sus repeticiones mientras los seres humanos nos sigamos reproduciendo.